Mi teléfono móvil sonó justo cuando un militar de mirada severa me extendía las planillas para solicitar el permiso de salida. La casona de la calle 17 entre J y K se veía restaurada: nuevas ventanas de aluminio y cristal, la pintura retocada y una ampliación del número de sillas para la larga espera. Nada en aquella institución recién renovada indicaba ayer lunes que fueran a disminuir las restricciones de entrada y salida al país. Más bien parecía que la enorme industria sin chimeneas de las limitaciones migratorias –con considerables dividendos anuales en moneda convertible– seguiría en pie por largos años. Tomé la llamada con desgano, agobiada ante la burocracia que llevaba triturándome toda la mañana. Una voz casi metálica, pasada por los circuitos de Skype, me preguntó: “¿Supiste lo que dijo Raúl Castro?”.
La posibilidad de salir y entrar de nuestro propio país ha sido durante demasiado tiempo un elemento de coacción ideológica. Obtener esa tarjeta blanca que nos permite saltarnos la insularidad o la “habilitación” para entrar a territorio nacional, se ha condicionado a que seamos “políticamente correctos”. No creo, realmente, que el banderín vaya a levantarse a la misma altura para todos. Una lista de personas que no pueden salir quedará en alguna gaveta, una letra de tinta escarlata marcará a quienes no van a beneficiarse con esta reforma. No obstante, algo se mueve en la dirección acertada. Tengo al menos la esperanza de que cuando una mayor cantidad de cubanos logre viajar libremente, entonces se verá más bochornosa la inmovilidad forzada de otros.
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