Pocos espacios televisivos han sido objeto de tantas burlas y parodias en Cuba como la Mesa Redonda. Surgido al calor de la llamada Batalla de Ideas, este programa muestra el más alto grado de proselitismo político que se pueda encontrar en nuestros medios nacionales. Su principio fundamental es apabullar a la teleaudiencia con el criterio oficial, sin permitirle acceder a opiniones críticas o contrarias a éste. Denigrar a los inconformes, sin derecho a réplica, se erige entre las prácticas más repetidas en los micrófonos de tan aburrida transmisión. Todo esto basado en la premisa de que vivimos en “el paraíso” mientras el mundo se cae a pedazos por allá afuera.
Desde el 10 de septiembre, la Mesa Redonda ha reducido su tiempo “al aire” en media hora. También ha modernizado su escenografía y hasta parece que han agregado un flamante iPad para manejo exclusivo del moderador. Tienen tiros de cámara más audaces y se han puesto a dieta algunos de sus rollizos participantes. Se quiere, con estos retoques, agregarle algo de modernidad a lo que estaba cubierto con el espeso polvo de lo anacrónico. Sin embargo, los preceptos principales que rigen el programa siguen intactos. El más evidente es la ausencia de pluralidad y la monotonía derivada de que todos los que concurren allí piensan igual. Y, gran contradicción, un bodrio de esta naturaleza paga a sus periodistas los salarios más altos que se conocen en el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT).
Sin embargo, mis palabras sobre este programa quizás estén demasiado influenciadas por trabajar yo también en el campo de la información. De manera que ilustraré la opinión que tiene muchos cubanos sobre él con una anécdota reciente. Hace poco, una amiga estaba a las afueras de una estación de policía exigiendo la liberación de un activista detenido arbitrariamente. El teléfono móvil sonó y era su padre que la llamaba. Estaba asustado porque un vecino le contó que su hija se había enrolado en cosas de “disidentes”. En medio del calor de la situación, mi amiga sólo atinaba a responderle: “Papi, ya te dije que no miraras más la Mesa Redonda”. Con esa simple frase enfatizaba el abismo entre la realidad nacional y el libreto de esa tribuna televisiva. Le señalaba a su progenitor el seguir creyéndose una Cuba inexistente, un país donde no ocurrían arrestos fuera de la ley, ni amenazas policiales, ni mítines de repudio. Una nación apócrifa que habita de lunes a viernes, durante una hora… en nuestra pantalla chica.