La cocina ya no huele a kerosene ni las paredes están negras por el hollín ni se necesita alcohol para “calentar” el reverbero. Ya el solar no se despierta con el ruido de la válvula de aire con la que avivaba la lumbre y la alergia de la señora no se revuelve por la peste a combustible requemado. Ya por la pequeña ventana no sale un humo gris y la comida no queda con ese lejano sabor a carburante. Ya no hay miedo de quedarse dormido y que las llamas trepen por la madera de la puerta. Ya no…
Ahora, el problema es la factura eléctrica. La olla arrocera que le dieron hace ya cinco años y que ha debido reparar una docena de veces. La hornilla que le entregaron en aquellos días de la llamada Revolución Energética y que parece tragarse vorazmente los kilovatios. El refrigerador chino con el que le sustituyeron su viejo Frigidaire… y que se pasa más horas descongelado que congelado. En fin, ahora la gran preocupación surge de la excesiva factura de letras azuladas que le ponen por debajo de la puerta.
Si antes se le iba el día en buscar el combustible, ahora se le va la pensión en los altos costos de la electricidad. Cuando utiliza la hornilla y el calentador de agua al menos tres veces a la semana, ya sabe que deberá destinar el 80 % de su jubilación para costear el gasto de energía. Ha pasado de una dificultad angustiosa a otra desesperante. Cambió el techo lleno de tizne por varios días al mes sin servicio eléctrico por falta de pago. Antes podía quejarse, blasfemar, gritarle a la hornilla, clamar a los cuatro vientos porque aquel maldito fogón la tenía muy cansada. Ahora ya no, porque todo esto ha sido “idea del Comandante”, un “programa del Comandante”.