Argentina-Inglaterra
Como muchos ingleses radicados en la Argentina, Louis Lacey y Johnny Traill, acaso los mejores polistas del mundo a comienzos del siglo XX, volvieron a su país para combatir en la Primera Guerra Mundial. Lacey, miembro del Regimiento de Caballería de King Edward's Horse, fue ascendido a teniente primero por su valor. Traill se lastimó y no pudo combatir. Primer 10 de handicap del polo argentino, nueve veces campeón del Abierto entre 1900 y 1917, Traill asombró a los ingleses cuando lideró al equipo de El Bagual, que en 1912 ganó por 10 tantos de diferencia al equipo del Duque de Westminster, que tenía 12 puntos más de handicap. "Un genio", lo calificó The Times. Lacey, 10 de handicap en 1915, 6 veces campeón argentino en la década del 20, con Hurlingham, y tapa de El Gráfico, lideró al equipo de la Federación Argentina de Polo que en 1922 ganó sus 13 partidos de una gira por Gran Bretaña y conquistó el Abierto de ese país. Gran Bretaña los citó para los Juegos Olímpicos de París 1924. Y ellos, que ya habían servido a la patria en una guerra, respondieron que no podrían jugar contra el equipo argentino. Hacerlo, escribió el antropólogo argentino Eduardo Archetti, hubiese significado "jugar contra una parte de ellos mismos".
Archetti, que accedió a las memorias de Traill, cuenta la historia en su libro Masculinidades. Fútbol, tango y polo en Argentina. Lacey y Traill habían aprendido a montar de otro modo en la Argentina. Uno de los maestros de Traill fue el gaucho Sixto Martínez, capataz de estancia y figura de Las Petacas, el equipo que completaban los petiseros José y Francisco Benítez y el mayordomo Frank Kinchant. Las Petacas ganó los Abiertos de 1895 y 1896 y, según las crónicas, iniciaba un juego nuevo, "más abierto, con jugadores que pegaban la bocha de todos lados del caballo de una manera jamás vista". Su campaña, sin embargo, se acabó cuando el patrón de la estancia, Charles Jewell, encontró que ningún empleado lo esperaba en la estación del pueblo porque estaban jugando al polo. A partir de 1910, The Polo Associacion of the River Plate prohibió la participación de capataces y peones en el Abierto. Los empleados no podían participar de una competencia exclusiva para deportistas "amateurs". Por aquellos años, en las estancias argentinas se enfrentaban "England" versus "Scotland". Trenes especiales de los ferrocarriles británicos Pacific Railways y la Central Railways partían de Retiro con familias y caballos. La fiesta de las elites terratenientes duraba días. La Argentina era el país con mayor cantidad de clubes de polo. Sin Traill ni Lacey, Gran Bretaña envió un equipo débil a los Juegos de París 1924. La Argentina, debutante en los Juegos, le ganó la final 15-2. Fue la primera medalla de oro en la historia olímpica de nuestro deporte.
Los Mundiales de fútbol siempre concitaron en la Argentina más interés que los Juegos Olímpicos. El de España 82 se jugó en plena Guerra de Malvinas. El 13 de junio, un día antes de la rendición, la Argentina, que venía de ser campeona en el 78 y ahora tenía a Diego Maradona, debutaba contra Bélgica. El soldado Roberto Herrscher, 19 años, estaba en la casa del funcionario inglés que los oficiales de marina habían tomado como cuartel general. Puerto Argentino estaba cercada y el ataque final era inminente. El teniente buscaba sintonizar al Gordo Muñoz para escuchar el partido por Radio Rivadavia. La radio era vieja y había que sostener la antena con la mano. Apenas comenzó el partido, sonó la alerta roja, señal de que los Sea Harrier estaban por atacar y había que correr al pozo que los soldados habían cavado en el jardín de la casa. El teniente, que quería seguir escuchando el partido, ordenó a todos que se escondieran debajo de la mesa. La misión de Herrscher, en pleno ataque inglés, fue mantener la mano levantada por debajo de la mesa para sostener la antena y seguir escuchando al Gordo Muñoz. "Siempre pensé que, para nosotros los argentinos, el fútbol es una guerra y la guerra es un partido. Pero nunca como ese día -escribió una vez Herrscher- se nos mezclaron tanto la muerte y los goles, la rendición y el silbato final, los disparos y las patadas". Hoy periodista, Herrscher, director del máster de Columbia en Barcelona, me dice por correo: "Desde allá, se veía que en Buenos Aires la guerra y el Mundial se vivían como si fueran cosas parecidas".
Ese mismo 13 de junio de 1982, Pedro Cáceres, otro conscripto de 19 años, miembro del Batallón de Infantes de Marina Nº 5, vivía su hora más dramática en la batalla final en el monte Tumbledown. Su compañero Diego Ferreyra cayó herido por una bomba. Un enfermero sintió miedo y Cáceres se ofreció para sumarse al rescate. Cayeron cinco bombas más. Pedro buscó refugio entre las piedras. Miró por debajo del casco, pensó en su madre, en su fe católica y sintió que nada le podría pasar. A Ferreyra le faltaban tres dedos. Tenía media rodilla destrozada. La morfina no fue suficiente. Ferreyra murió en los brazos de Pedro. Al día siguiente fue la rendición. Obligado a trabajar desde los 11 años para mantener a la familia, Pedro jamás había pasado más de una semana fuera de su casa. La Guerra de Malvinas lo alejó 15 meses de su familia. Volvió tirado en el piso de un 747 de Aerolíneas. "Me volvía en el ala del avión si era necesario", me cuenta. Llegó a Quilmes a las 6 de la mañana. Los hicieron volver a escondidas. Pasó meses tremendos. Sus padres se turnaban para cuidarlo de noche. Consiguió trabajo, se casó y tuvo un hijo. Pero nunca se presentó como un ex combatiente. "Éramos los loquitos de la guerra". En 2002, con la ayuda clave de una nueva pareja, Pedro decidió ir al psicólogo. "Me hizo valorar no sólo la guerra, sino toda la vida". Expuso en su carnicería del barrio de Belgrano medallas y diplomas de Malvinas. Dio una charla en una escuela. Los niños le preguntaron si mató, si le disparó a alguien. Si se le murieron compañeros. Leia mais no link>>