Un hombre en solitario barre las hojas secas en la amplísima avenida donde no se ve un solo auto transitando en ninguna dirección. Baja la cabeza y evita hablar con el camarógrafo. Quizás se trata de un sancionado que no aplaudió con suficiente entusiasmo en una reunión o no se inclinó con teatral reverencia ante algún miembro del Partido. La escena del barrendero y su desolada calle se incluye en un documental sobre Corea del Norte que ha circulado en nuestras redes alternativas de información. Un testimonio doloroso, con gente vestida siempre de la misma manera, edificios de un gris despersonalizado y estatuas del Líder Eterno por todos lados. Infierno en miniatura, que nos deja con una sensación de alivio –al menos en este caso– por no haber nacido bajo el despotismo dinástico de los Kim.
Cuando en marzo de 1986 Fidel Castro visitó Pyongyang, lo recibió casi un millón de personas, entre ellas miles de niños agitando banderolas con sospechosa sincronía. La televisión cubana se regodeaba en los coros que sonaban como una sola voz, en las bailarinas que no se diferenciaban ni por un cabello fuera de lugar y en aquellos pequeñines tocando el violín con sorprendente maestría y anómala simultaneidad. Meses después de aquel viaje presidencial, en las tablas artísticas de las escuelas primarias cubanas se intentaba emular tan robótica disciplina. Pero no había manera. La niña de al lado tiraba la pelota segundos después que ya la mía había caído de vuelta al piso y alguna zapatilla abandonada se nos quedaba sobre el tabloncillo en cada presentación. El Máximo Líder debió sentirse desilusionado por la caótica conducta de su pueblo, tan diferente de ese que en Corea del Norte hacía sincopadas genuflexiones ante el secretario general del Partido de los Trabajadores.
Este lunes, las imágenes de miles de personas llorando en las calles por la muerte de Kim Jong-il me han hecho recordar aquellos niños cronometrados. Aunque nuestro experimento tropical nunca logró “domesticarnos” como a ellos, en algo si copió al modelo coreano. También por estos lares la genealogía ha sido más determinante que las urnas y la herencia sanguínea nos ha dejado –en 53 años– sólo dos presidentes, ambos con un sólo apellido. El delfín se llama allá Kim Jong-un; quizás en breve nos comuniquen aquí que el nuestro será Alejandro Castro Espín. De sólo conjeturarlo me estremezco, como un día lo hice ante las hileras de chiquitines que alzaban, en el mismo milisegundo, una pelota.
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