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sexta-feira, 17 de fevereiro de 2012

Ensaio que busca fazer entender as agonias de um intelectual em participar da vida com metáforas.../ Yoany Sánchez / El buen intelectual


El buen intelectual

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Perdido en la metáfora, el buen intelectual evita acercarse a la realidad por aquello de que lo universal hará más trascendente su obra que lo local. Esconde en algún pasaje simbólico de su guión teatral, en la parábola de un verso o en la figurita apenas visible de la esquina del lienzo, esa dosis de crítica que le permitirá después pavonearse de que él “nunca se calló”. Sabe muy bien de la censura, la simulación y el miedo que corroen su trabajo, pero responde airado a quién se lo recuerda. ¿Y qué quieres, que me vaya a trabajar a la construcción? le espetará a quien critique sus demasiadas concesiones. Prefiere abordar lo erótico más que lo político, el pasado antes que el presente, recrear los clásicos en lugar de sus contemporáneos. Una vez su nombre estuvo en las listas negras y en las grises, pero ahora le dan homenajes y le entregan medallas. Tiene un acceso a Internet desde su propia casa y hace un par de años disfrutó de un fin de semana con todos los gastos pagos en un hotel de Varadero.
El buen intelectual hace la fila de la Oficina de Intereses de Estados Unidos a la espera de una visa, pero ese día lleva gafas de sol y sombrero para que nadie lo reconozca. Da conferencias y giras por las universidades del “Imperio” mientras trata de modular su discurso allá y aquí, no vaya a ser que resulte anticuado en un lugar o demasiado liberal en otro. Cuando vienen delegaciones extranjeras le gusta estar cerca, llevar a casa a algún visitante, conmoverlo un poco para que le expida una invitación a cualquier lugar del mundo… porque en fin de cuentas “aquí no hay quien viva”. Tiene una antena parabólica bien escondida en el último cuarto, pero al hablar con sus colegas simula que vio el noticiero nacional anoche o la mesa redonda el martes pasado. Un amigo le pasa copias de esas páginas prohibidas a las que nunca se atreve a entrar desde su propio ordenador.
El buen intelectual se queda muy tranquilo mientras espera una respuesta a su permiso de salida y cuando regresa se vuelve a portar bien para que le autoricen el próximo viaje. Le parece que todo tipo de activismo o evidente posicionamiento político es cosa de quienes no tienen el talento de su escritura o de su pincel. Mira por sobre el hombro a los que se desgastan en discusiones sobre “reformas”, “cambios” u otras fugaces naderías. Pero cuando se toma un par de copas se pregunta si él habrá escalado esas cimas artísticas por su verdadero talento o por el exilio masivo de quienes pudieron ser sus competidores. Guarda en alguna gaveta aquella canción que compuso con las vísceras al aire, aquel poema donde se desnudaba totalmente o aquella boca en forma de grito que dibujó una vez. Porque un “buen intelectual” nunca se descompone, nunca se enrola en pasiones sociales, nunca se deja arrastrar a la calle.