En 1994 pasaba muchas horas sentada en el muro del Malecón. Prefería una zona entre las calles Gervasio y Escobar a la que llamaba “mi sucio pedazo de mar”. Aquella era una frontera entre el abismo y el abismo. A un lado estaban el diente de perro y las olas, al otro una secuencia de casas derruidas y de figuras famélicas que se asomaban a sus balcones. Aún así, aquel lugar me permitía escapar de la asfixiante cotidianidad del Período Especial. Si el estómago me ardía de tan vacío, quedaba la esperanza de encontrar allí a alguien pregonando -en voz baja- pizzas o cucuruchos de maní. Cuando los cortes eléctricos hacían imposible estar en mi calurosa habitación, iba también en busca de la brisa marina. Sobre aquel concreto amé, lloré, miré al horizonte con ganas de fugarme y pasé incluso algunas madrugadas.
Pero en la mañana del 5 de agosto de aquel año, el Malecón se convirtió en campo de batalla. Alrededor del muelle hacia el poblado de Regla se fueron aglomerando las personas, estimuladas por el secuestro de varias de embarcaciones a lo largo de ese verano. Una extendida sensación de final, de caos, de “hora cero”, se palpaba en el ambiente. Quienes aguardaban por tomar “el próximo barco hacia La Florida” eran los más pobres, los que menos tenían que perder, los dispuestos a todo. La decepción fue grande cuando comprobaron que no habría posibilidades de subirse a ninguna de esas lanchas. Sin dudas, esa fue la chispa de la revuelta popular que se desencadenó inmediatamente después; pero el combustible de la protesta estaba formado por el hambre, las carencias y la desesperación.
Un contingente de trabajadores de la construcción, disfrazado de “pueblo enardecido”, la emprendió con palos y cabillas contra la desarmada muchedumbre. La orden del alto mando quedaba clara: aplastar la rebelión, pero no dejar imágenes de los antimotines reprimiendo al pueblo. Como “lumpes, sabandijas, delincuentes y contrarrevolucionarios” fueron calificados los indignados de aquella jornada. La mayoría de ellos emigraría en las semanas posteriores, en balsas manufacturadas o en simples cámaras de camión infladas. Otros, purgaron prisión por enfrentarse a las tropas de choque. Fidel Castro se apareció en el lugar –sólo cuando la situación estuvo controlada- y los medios oficiales mostraron su presencia allí como la confirmación de una gran victoria. Pero lo cierto es que pocas semanas después el gobierno tuvo que permitir el mercado libre campesino para aliviar las penurias. Sin la presión ejercida aquel 5 de agosto, hubiéramos terminado como una “Kampuchea democrática” en medio del Caribe, como el experimento de un testarudo Pol Pot tropical.
Ya no me gusta sentarme frente a mi sucio pedazo de mar. Algo del horror de aquel 5 de agosto se quedó allí, metido entre las grietas del muro.
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